martes, 11 de noviembre de 2008

VIOLENCIA

El saber sobre la violencia en la institución escolar

Existe una tendencia, cada vez más dominante, a considerar la violencia como una conducta directamente derivada de individuos problemáticos. No se contenta esta tendencia con incluir a tales individuos en grupos de riesgo más o menos caracterizados, sino que pretende que todos lo seamos en algún momento. El desarrollo de las ciencias psi, y de los saberes expertos derivados, ha contribuido no poco a este particular modo de enfocar los conflictos y la violencia desconectando a esta de toda dimensión histórica.

La clasificación de las distintas manifestaciones de violencia por estos saberes expertos deja como saldo dos categorías diferenciadas:

- Por una lado, las nominaciones, que confieren una suerte de nueva identidad generadora de violencia. Así, la causa de la violencia radicaría en los perfiles trazados estadísticamente del “acosador” en la escuela, del “maltratador”, encajado en la más típica violencia de género, del “violador”, del “asesino en serie”, del “terrorista”, etc.

- Por otro, las categorías referidas a la propia “conducta” que no definen al actor, pero sí tratan de caracterizar por cierto rasgo dicha “conducta”. En ambos casos se ignora la dimensión histórica, biográfica y relacional del acontecimiento. Se introduce este en una serie, clasificada bajo los criterios simples y casuísticos que dichos saberes expertos generan en su afán de control y dominio. No hay acontecimiento violento, sino moobing, bullying, y un etcétera proveniente de los grandes codificadores de “conductas” del otro lado del océano.

Ambas categorías poseen un elemento común: su pretensión de validez mediante técnicas estadísticas.

Tras las oleadas, más o menos alarmistas, de publicitación de tales categorías suelen producirse fenómenos sociales asociados, tales como la aparición de nuevos expertos, la creación de comisiones legislativas o gubernativas o, incluso, la emergencia de nuevos profesionales a los que, naturalmente, se les dota de la economía y organicidad institucionales correspondientes. A partir de ahí, un determinado número de personas vivirán de estas nuevas dedicaciones y nadie podrá poner en cuestión su utilidad y sentido. Otros fenómenos como la reforma de los códigos de justicia por la cristalización jurídica de estas oleadas, o las nuevas formas de registrar la experiencia en los centros de trabajo, de estudio, de convivencia social, etc, vendrán a engrosar los trazos de esta sociedad del riesgo.

Si consideramos el cambio que estas nominaciones producen –por ejemplo- en el registro de la experiencia, se puede observar algo llamativo: el compañero de trabajo, de estudio o el vecino del piso de al lado se transfiguran a partir de esa nominación (que nombra su identidad o su conducta) de tal modo, que la solidaridad primaria que les protegía desaparece. A partir de ahora ya serán otros. Serán individuos pertenecientes a un grupo homogéneo, perfectamente catalogado, clasificado y determinado en función del factor de riesgo potencial para sí mismos o para los otros. Su presencia y actuación ya no tendrán más significación que la que se corresponda con la categoría del manual con que se les ha clasificado.

Además, en el campo “afectado” por esa nominación, no será raro encontrar un cierto vaciamiento de la responsabilidad en los agentes implicados, pues la nominación pone enseguida en contacto el caso con el experto correspondiente, que será quien deberá hacerse cargo, en nombre de la ciencia, del despliegue de protocolos y de la parafernalia correspondientes.

Este tipo de intervención sobre la violencia se relaciona con la idea de una sociedad como sociedad de riesgo. Una sociedad en la que se debe mantener un cierto nivel de peligro potencial, de riesgo, para establecer en las fronteras de la seguridad de los individuos el control de sus movimientos, de sus pretensiones, de sus anhelos y de sus deseos. Gran parte de esta moción en los individuos se traducirá en consumo continuado de dispositivos de seguridad vital, laboral, de salud, de alimentación, en definitiva, todo ello vendrá a configurar una suerte de consumo de prevención del riesgo de vivir. Peligro que acosa a la vida unas veces desde el exterior de estas sociedades, como en el caso del terrorismo internacional; y otras, procedente del interior, por el peligro potencial del que los individuos mismos son portadores o por sus comportamientos potencialmente nocivos.

El caso más actual y llamativo es el de los “Fumadores”, cuyo principal enemigo mortal parece apostarse con la máscara más benevolente en el rincón más confortable y venenoso del corazón del fumador. El despliegue de medios publicitarios y la proliferación de consultorios y expertos han sido enormes. La sospecha de que tal despliegue no responde a imperativos de salud, sino a otros de tipo económico también.

Sin embargo, los riesgos no tienen más fundamento que el estadístico. No hay teoría de la historia ni de la sociedad, ni de la salud, ni de la enfermedad, ni tan siquiera una filosofía de la vida, tan sólo datos estadísticos que sirven la coartada a una serie de intervenciones invasivas ortamientos potencialmente nocivos ierdapertos, pudiera salvar algo de este derribo controlado sobre los individuos, las instituciones y la población. Curiosamente, estas intervenciones parecen contribuir tanto a la organización y sistematización del beneficio capitalistas como al aumento de la violencia. No se trata ya de hacer del trabajo y del producto una mercancía, sino también, de perseguir que cada una de las actividades, de las acciones, e incluso de las intenciones de cada individuo se mercantilicen. Si este o aquella son pobres y no pueden pagar el control de sus intenciones peligrosas, será el Estado el responsable subsidiario, y si no…caerá en los márgenes del sistema, bajo otra lógica de la rentabilidad.

En este contexto, la violencia en los centros escolares pasa también por una clasificación y una estrategia de control. Una muestra de este esfuerzo por detener la violencia y el malestar, que cada vez con más frecuencia ocupan primeros planos en los medios de comunicación, es la proliferación de programas de prevención de las posibles conductas violentas. Dichos programas están mal dotados y realizados por miembros extraídos de la propia comunidad escolar, pero investidos en la ceremonia de la formación del grupo de una suerte de identidad de expertos que les faculta para el diagnóstico y la prevención, y les confiere una supuesta habilidad para la promoción de una cultura de la paz en los Centros escolares. Otros coordinadores/as -igualmente expertos- se suman a la tarea tratando de detectar problemas de violencia de género.

La finalidad que se confiesa es aceptable, pero los medios y la ideología que se muestra tras estas determinaciones políticas no lo es tanto. Se trata de integrar institucionalmente lo que primero se intentó con las materias transversales y mucho antes se había fraguado en el fragor de la ilusión política y el lazo social. El resultado, por desgracia, tal vez sea sólo una saturación de tareas para el funcionario voluntarista de turno y un aumento del malestar en la escuela.

Ahora bien, si esta creación de comisionados y estos saberes expertos no parecen satisfactorios. ¿Cómo resolver el problema?

Para aportar alguna solución antes hay que plantearse otra cuestión: ¿cómo entender la violencia en relación a la juventud, y cómo hacerlo en el marco de una institución escolar? Para responder es necesario aclarar estos dos términos tan políticamente enlazados.

Por un lado, la juventud contiene un peligro vigoroso: su potencial de violencia. Esa parece ser la óptica acorde con el modelo de sociedad de riesgo, individualita y a la vez cofrade que se pretende.

Por otro lado, el término “violencia”, se entiende como “conducta” (con la simplicidad teórica que esta noción implica) tendente a destruir o causar daño en objetos, en otros individuos o en el propio sujeto. Por nuestra parte, podemos definirlo provisionalmente como una acción destructiva que se precipita por faltar la mediación de la ley, de la palabra que hace ley. Podríamos decir de la violencia, en tanto factor subjetivo, que es una moción sumativa que escapa de algún modo a la red de lenguaje. Un fuera de juego de lo simbólico.


En cuanto al término “juventud”, a eso que llamamos -con cada vez menos optimismo- juventud, lo podríamos definir por la significación que los discursos en su circulación crean en torno a los individuos de menor edad. Discurso de la familia sobre sus hijos, con sus esperanzas y sus ilusiones, tan sometidas al mercado; y discurso de las instituciones escolares en franco declive frente a otros focos de atracción más potentes. Discurso este que desautoriza al sujeto e invita a la desconfianza, al hacer del educador una pieza que se disipa en la acefalía de las llamadas ciencias de la educación y demás saberes expertos de lo imposible. Además esa conjunción de saberes y prácticas acaban por enervar al “joven”, al hacer del alumno una parte del material humano a informar con vistas a la necesidad y a la utilidad productivas. Tampoco es ajeno el discurso de las instituciones políticas, incluidos los partidos, plegado en gran medida a estos saberes expertos y a la demanda social que suscita el marketing que lo sostiene. Discurso que crea ilusiones vendibles, pero tan faltas de crédito como de convicción y autenticidad. Declive de nuevo de la autoridad civil frente a la irrupción de las exigencias del libre mercado que barre todas las barreras ético-políticas de los más jóvenes (y de todos) con la fuerza del beneficio económico y pulsional. Otros vienen a sumarse: Discurso alternativo de la política acorralado en los márgenes de las ONGs, que siembran ilusiones más creíbles en lejanas tierras, porque la cercanía está sembrada de prejuicios de impotencia. Discurso actuado del mercado que escribe sus letras con los cuerpos a los que atiborra. Discurso actuado y soterrado de los mercados alternativos del goce, que encuentran en los más jóvenes nueva sustancia excitante como mercancía y beneficio. Discursos estos, cada vez más potentes por hacer creer que detentan todo el saber sobre el goce y el mismísimo objeto de goce, el fetiche elevado al rango de la Cosa (das Ding) freudiana.

“La juventud en la encrucijada” podríamos ironizar -desde un malabarismo cristiano que más bien desalienta- para caracterizar la tesitura.

Pues bien, podemos preguntarnos ¿qué añade la institución escolar a ese malestar y a ese potencial de violencia efecto de esa alienación del discurso?, ¿qué aporta la institución al desentendimiento de algunos padres?, ¿qué suscita en los jóvenes ante la ausencia de inquietudes que hagan lazo social y sostengan el deseo?, ¿qué lanza rompe por sacar del atolladero a quienes se ven impelidos a reducir cada vez más su deseo a la demanda de mercado, alternativo o no?

No soy demasiado optimista en este punto. Lo que aporta la institución es espacio deficitario y personas emboscadas, enredadas en una maraña discursiva de la que casi todo el mundo decimos “¡sálvese quien pueda!”. Pero no desesperemos, aun queda algo de esperanza. Sí, si todavía hay escucha, aún hay sujeto, pero tan sólo mientras la aplastante organicidad “científica” de estos aparatos de Estado no se cierre definitivamente en una manipulación sin residuo, sin resto, sin sujeto.

La poca confianza que se sostiene todavía en el interior de estos contenedores del saber no viene por la vía de las soluciones institucionales, sino por el esfuerzo desesperado de quienes aún conservan algo del orden del deseo. La poca veracidad con que se le habla a un alumno procede no de los consejos expertos, sino de la autenticidad arriesgada por quien aún cree en el sujeto como tal y apuesta por su deseo. La poca garantía que existe de aminorar el malestar, restituyendo a cada cual la parte de responsabilidad y sufrimiento que le tocan, no procede de la ley garante de la Educación, sino de la palabra a contracorriente que se pone en juego para remedar una ausencia absoluta de amparo legal y moral.

Tal vez un gran pacto por la educación contando con la palabra de todos, y no sólo del barómetro político y de los expertos, pudiera salvar algo de este derribo controlado al que asistimos, y del que continuamente recibimos serios indicios por parte de la derecha y de la llamada izquierda. Pero esto quizás sea tan sólo una ingenuidad si no se rearma un discurso político y público, desde quienes aún creemos en el sujeto y su deseo y no en perfiles de riesgo y estadísticas.

20 febrero de 2006

(presentado en las Tertulias del Campo Freudiano, marzo 2006)

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